Los beneficios sociales del arbitraje
Los beneficios sociales del arbitraje
Por Guillermo Cabieses, Abogado, Universidad de Lima, Máster en Derecho (LL.M.), University of Chicago Law Schoool. Profesor de Economía y Derecho, Antitrust y Contratos en la Pontifica Universidad Católica del Perú, la Universidad de Lima y la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas – UPC.
En este brevísimo ensayo exploraremos, desde una visión de política pública, la institución del arbitraje a fin de evidenciar los beneficios sociales que ésta genera. El propósito del ensayo es esbozar algunas ideas respecto de por qué es deseable en una sociedad que los conflictos contractuales sean resueltos por esta vía y no en sede judicial.
El punto de partida de nuestro análisis es la definición del rol del Estado en lo que se refiere a impartir justicia. Para la mayoría de las personas impartir justicia es una actividad propia del Estado. Es una función que le es inherente. Para los propósitos de este ensayo, por impartir justicia nos referimos a la actividad de resolver los conflictos que se den entre los ciudadanos. Sin embargo, es claro que este concepto se extiende mucho más allá de esos límites, pues en realidad está referido a la actividad de hacer que la ley sea cumplida, determinando su alcance e interpretación.[1]
El fundamento histórico de que el Estado sea el llamado a impartir justicia ha sido la consideración de que no debe dejarse en manos de los privados la posibilidad de utilizar de manera legítima la fuerza para hacer cumplir las leyes. Por el contrario, se ha preferido que exista un órgano neutral que tenga el monopolio del uso legítimo de la fuerza. A su vez, las constituciones que regulan el funcionamiento de este órgano tratan de controlar esta facultad que los ciudadanos le conceden mediante sistemas de separación de poderes que tengan como propósito evitar que abuse de él.
El uso de la fuerza, por lo demás, es algo ineludible en cualquier sistema jurídico. Sin ella es imposible que el sistema funcione, dado que, en última instancia, es únicamente por la fuerza que se puede hacer que quien se resista a cumplir lo ordenado por un tribunal no tenga más opción que hacerlo. Ciertamente, el solo hecho de que exista el conocimiento en las personas de que el Estado puede utilizar la fuerza para hacerlos cumplir con lo que un tribunal les ha ordenado, es, la más de las veces, incentivo suficiente para que quien no quisiera cumplir con sus obligaciones lo haga.
En buena cuenta, que el Estado sea habitualmente el impartidor de justicia responde a que, históricamente, las sociedades han evolucionado hacia sistemas de justicia que busquen impedir que los individuos hagan justicia por su propia mano.
Sin embargo, el monopolio del uso legítimo de la fuerza que los ciudadanos le han conferido al Estado no puede llevarnos a la conclusión de que necesariamente deba ser él, a través de uno de sus poderes, el que resuelva todas las controversias entre los privados o incluso entre los privados y el mismo Estado. Tan sólo implica que hay un argumento de peso para considerar que sea el que se asegure que los conflictos ya resueltos sean ejecutados en los términos en que tales controversias hayan sido zanjadas.
Conviene hacer un alto para preguntarnos: ¿Cómo es que el Estado solventa el sistema que utiliza para solucionar las controversias que surgen en la sociedad, así como para hacer que tales soluciones sean efectivamente implementadas?
La respuesta es sencilla, el Estado sostiene este sistema sobre la base de los impuestos que cobra a los ciudadanos.[2] Recordemos que el Estado fundamentalmente se sostiene sobre la base de los impuestos que el que coercitivamente cobra a las personas. Estos impuestos por su parte, son utilizados por el Estado para perseguir diversos fines que compiten entre sí. Como solía decir Milton Friedman, there is no such thing as a free lunch. Todo tiene un costo. Así, el solo hecho de que los jueces tengan que atender litigios que pudieron ser sometidos a arbitraje, implica necesariamente que no puedan juzgar al mismo tiempo otro tipo de casos que no sean, por su naturaleza, arbitrables. Más todavía, implica que se deban tener más jueces o que en su defecto la justicia sea más lenta. Si es lo primero, entonces ese dinero que se le paga a esos jueces es dinero que no se está destinando a asuntos que para algunos puedan parecer más importantes, como seguridad, salud, educación, ayuda a los pobres, etc. Si es lo segundo, implica que quienes buscan justicia, encontrarán ésta más tarde, al costo que eso les signifique.
Es decir, como en todo en la vida, también en lo referido a la justicia hay un costo de oportunidad. Los mecanismos que se utilicen en una sociedad para resolver los conflictos que puedan surgir, pueden determinar no sólo que las partes tengan una justicia más especializada o más veloz, sino que todos los demás puedan verse beneficiados de esa situación.
En buena cuenta, como veremos, un sistema alternativo de justicia genera una externalidad positiva. Es decir, un beneficio para personas que no están asumiendo los costos de éste. De otro lado, el sistema estatal de administración de justicia, genera una externalidad negativa, dado que los costos de resolver los conflictos de otras personas, son asumidos por los demás mediante el pago de mayores impuestos, menos atención de otros asuntos que podrían ser considerados más urgentes, como la seguridad, por ejemplo, y un sistema de justicia más lento debido a una mayor carga judicial. El problema, como bien denunció Bastiat respecto del Estado, está en lo que no vemos. En el costo de oportunidad que se genera por tener un sistema de justicia público para pleitos que perfectamente podrían ser resueltos de manera privada. En todo aquello que podría hacerse con ese dinero.
En otras palabras, mientras que el uso del sistema arbitral genera externalidades positivas para la sociedad y judicial genera externalidades negativas. Es decir, costos sociales que asumimos quienes no estamos envueltos en el pleito.
Tomando esa realidad en cuenta: ¿Es razonable tener un sistema de justicia estatal para ese tipo de pleitos? ¿Es ese el mejor uso del erario público?
Antes de poder responder esas preguntas debemos dar un paso previo y analizar cuáles son los diversos tipos de conflictos que surgen en una sociedad, para luego de ello, determinar si es que, desde un punto de vista de eficiencia económica, resulta lo más conveniente que sea el Estado quien deba resolverlos.
Una primera distinción parte por diferenciar los conflictos entre aquellos arbitrables y aquellos no arbitrables. Típicamente se han considerado materias no susceptibles de arbitraje aquellas referidas a los bienes o derechos de incapaces. Las que interesan al orden público o que versan sobre delitos o faltas (sin perjuicio de que sí pueda ser arbitrable la responsabilidad civil), entre algunas otras que se considera corresponden a funciones típicamente reservadas para el Estado. El resto de las materias, que habitualmente versan sobre materias patrimoniales privadas, son arbitrables. En su mayoría nos referimos a situaciones contractuales.
Las legislaciones varían país a país, haciendo que las materias arbitrables sean más o menos, pero desde una mirada amplia al fenómeno, básicamente podemos hacer esa distinción.[3]
No obstante, para efectos de este artículo reduciré el análisis únicamente a las materias tradicionalmente consideradas como arbitrables, las mismas que también pueden ser catalogadas entre sí de múltiples maneras.
La clasificación más relevante para los fines de este artículo consiste en diferenciar los conflictos arbitrables entre aquellos que pueden preverse a un bajo costo y aquellos que no. Me explico, existen dos clases de potenciales conflictos arbitrables en una sociedad.
En primer orden están aquéllos respecto de los cuales los particulares pueden definir, ex ante, cómo resolverán el conflicto, bajo qué reglas, de qué forma, etc. El ejemplo más típico es la contratación. Las partes pueden negociar los términos que rigen su relación, siendo la solución de las controversias, sólo un término más que negociar.
En segundo, aquéllos en donde tal definición ex ante es imposible. Las partes no pueden negociar cómo resolverán el conflicto. Es más, ni siquiera sabían que podría ocurrir. Pensemos, por citar un ejemplo, en un accidente de tránsito. Cuando dos personas están por colisionar sus vehículos, no es posible que una pueda bajar el vidrio de la ventana del auto para preguntarle a la otra de qué forma o en qué términos quisiera resolver el problema de responsabilidad civil que se genera a raíz del accidente. El accidente sencillamente ocurre y las partes tienen que definir, si no se ponen de acuerdo, su controversia ante un tercero.
En buena cuenta entonces, podemos separar los potenciales conflictos arbitrables entre: (i) aquellos en donde los costos de transacción para acordar una fórmula para resolver un conflicto son bajos porque la coordinación ex ante entre las partes es posible; y, (ii) aquellos en donde la coordinación ex ante no es posible o siéndolo es demasiado costosa en términos de costos de transacción.
En aquellos casos en donde los costos de transacción son bajos no existe, en mi opinión, justificación alguna para que sea el Estado el que deba resolver la controversia entre los privados. Éstos deberían asumir ese costo directamente como uno propio de la contratación y no trasladarlo al resto de la sociedad para que los subsidie con sus impuestos.
Cuando, en cambio, los costos de transacción son altos, existe una posible justificación para tal intervención estatal[4] y es que las partes, al no haber tenido conocimiento de que el potencial conflicto surgiría, no tenían forma de poder pactar un mecanismo privado para resolverlo. Y, siendo que todos nos encontramos potencialmente en esa situación, resulta razonable que cada uno tenga el derecho de acudir al sistema judicial para resolver el conflicto.
En este último supuesto, el Estado tiene como función permitir la coordinación social dados los altos costos de transacción que estas situaciones –en donde no hay certeza de la ocurrencia de un evento– generan.
No obstante lo indicado en el párrafo anterior, es posible que se logren esquemas de coordinación que permitan que tal actividad no sea realizada por el Estado. Podría, por ejemplo, crearse cámaras arbitrales para accidentes de tránsito a las que la gente se suscriba de tal forma que ante un accidente, si los involucrados están suscritos a la cámara, se pueda ir directamente a arbitraje, pero estos casos son más complejos y requieren un mayor análisis. Por lo pronto, a efectos de explicar el punto, simplifiquemos las cosas y entendamos que la diferencia entre uno y otro son los costos de ponerse de acuerdo ex ante.
Ahora bien, es respecto de los potenciales conflictos arbitrales cuyo mecanismo de resolución puede ser pactado ex ante a un bajo costo, que considero que no existe una justificación para que el Estado deba ser quién imparta justicia. Ello debido a que al hacerlo, está utilizando el erario público en beneficio de los privados envueltos en ese conflicto, en detrimento de todos los demás miembros de la sociedad.
Antes de proseguir, es importante que el lector note que me refiero a que no es el Estado el que deba definir quién tiene derecho a qué en cada situación, no a que no sea el Estado el que deba a ejecutar forzosamente el fallo. Respecto de este último punto, si bien en mi opinión debería facultarse a los tribunales arbitrales a oficiar directamente a la policía la ejecución de un fallo arbitral, es admisible que haya una discusión respecto de si los privados deben tener o no acceso al uso de la fuerza estatal sin tener que recurrir en el camino a un juez.
En resumidas cuentas, tenemos que cuando hay bajos costos de transacción el sistema de precios puede funcionar, permitiendo que las partes incorporen como parte de los costos de contratar (los costos de participar en el mercado) los necesarios para resolver los conflictos.
Esto implicaría, si la lógica no nos falla, que dados estos incentivos, se generen diversas cámaras arbitrales que podrían competir entre ellas por especialidades o precios. En otras palabras, si alguien quiere plantear una demanda que derive de una materia estrictamente privada, debe incorporar dentro de su estimación de costos que la justicia será también privada y que costará lo que el mercado por ese tipo de justicia ofrezca como precio.
Alguien podría decir que esto genera una injusticia, pues no todos podrían acceder a la justicia gratuita o a bajo costo que brinda el Estado. La respuesta es que esa justicia en realidad no es gratuita o de bajo costo, tiene un costo de oportunidad que está oculto. Que no vemos. Una vez evidenciado ese costo (que se refleja en menores recursos destinados a seguridad, salud, educación o peor aún en mayores impuestos que hacen que las personas sean más productivas) no parece razonable seguir abogando por ese tipo de justicia estatal.
Es más, es preferible que algunos conflictos no sean sometidos a un proceso de justicia por su cuantía o lo absurdo de sus pretensiones. En todo caso, si lo son, que las partes sepan que deben asumir ese costo por lo que deben incorporar dentro del precio que paguen o reciban el costo de ese potencial conflicto. Si lo notan, en realidad esto generaría los incentivos correctos en una sociedad para que no se demanden causas absurdas o insignificantes. Los sistemas de justicia gratuitos o de bajo costo (en realidad el nombre correcto debería ser subsidiados) generan incentivos perversos para demandar aun así no se crea que hay un posibilidad real de ganar el caso. Si ese costo se internaliza desde el primer día, tendremos menos litigios innecesarios, evitando la sobrecargada del sistema judicial.
Todo ello, sin olvidar que finalmente, el problema central que observamos desde un punto de vista de política pública, es el del costo de oportunidad conforme he explicado.
En el fondo un sistema de justicia público que se aplique a materias en las que los mercados pueden ofrecer una solución (como es el caso de las materias arbitrables con bajos costos de transacción ex ante), es en realidad un subsidio. Eso tiene el problema un problema del costo de oportunidad asociado a lo que el Estado deja de hacer por dar ese subsidio o el incremento de tributos para poder darlo.
En mi opinión, no tiene sentido asumir ese costo. Dados los bajos costos de transacción, las partes deben pactar ex ante como resolver su potencial conflicto sabiendo que no podrán recurrir al Estado para resolverlo.
Existe un caso más sólido para justificar que haya un sistema de administración de justicia en aquellas materias en donde los costos de transacción para definir cómo resolver el conflicto ex ante sean altos. Aquí, por un problema de coordinación, puede justificarse que el Estado participe (aun así nosotros no estemos de acuerdo con esa justificación).
En buena medida, creemos que los beneficios sociales del arbitraje, parten por lograr que las partes de un conflicto arbitrable internalicen la externalidad que generan respecto del resto de una sociedad. Igualmente, genera la externalidad positiva de descargar el sistema de justicia de un país permitiendo que los justiciables encuentren una solución más pronta al reducirse la carga y permite que el dinero de los contribuyentes se utilice para atender materias más urgentes que los pleitos contractuales entre dos o más privados.[5]
En este breve ensayo, no hemos explorado los otros diversos beneficios que el arbitraje genera para una sociedad, como el acceso a justicia especializada brindada por especialistas que las partes elijan, la atracción de inversión local y extranjera al no someterse a las cortes locales, entre otras. Tan sólo nos hemos aproximado al fenómeno desde una óptica de política pública que analice el costo de oportunidad de la justicia estatal y proponga una alternativa distinta a la luz de los costos de transacción y las externalidades. Sobre esas consideraciones, es que creo que es más eficiente que todos los conflictos del tipo indicado en los párrafos precedentes sean extraídos del ámbito de la justicia estatal y sean sometidos a arbitraje o a algún otro mecanismo privado de justicia.
Notas de pie:
[1] Estamos limitando este análisis a los sistemas legales formales. Sin embargo, un análisis similar puede aplicarse a los sistemas jurídicos informales en los que, según las costumbres que se tengan, también se emplearán distintos mecanismos coercitivos para resolver un conflicto que haya sido zanjado según los mecanismos que por la fuerza de la costumbre en tal sistema se hayan instaurado. Para una excelente explicación de cómo funcionan los sistemas jurídicos informales puede consultarse a DE SOTO, Hernando, Enrique GHERSI y Mario GHIBELLINI. El Otro Sendero. La Revolución Informal. Lima: Editorial El Barranco, 1987.
[2] Es cierto que también se financian, en algunos países, con tasas judiciales. No obstante, esas tasas son, en todos los casos, insuficientes. Es una realidad que los poderes judiciales no son autosostenibles y que se financian contra los presupuestos estatales.
[3] En mi opinión, las materias arbitrables deberían ser bastante más extensas y abarcar, por ejemplo, temas laborales.
[4] Nótese que utilizo el término “posible justificación”. Podría hacerse el caso para que toda la administración de justicia de un país se privatice y se prescinda del Estado en ese campo. Sin embargo, por los límites de este análisis, estamos reduciéndolo sólo al caso de las materias tradicionalmente consideradas como arbitrables por ser más evidentes.
[5] En este ensayo nos ocupado sólo del arbitraje, pero este análisis se aplica mutatis mutandis a cualquier otro mecanismo de solución de controversias privado, como, por ejemplo, la mediación.
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